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Esclavos del tren del desierto

Miles de republicanos españoles fueron recluidos por la Francia de Vichy en campos de concentración para construir el ferrocarril Transahariano

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  • Esclavos del tren del desierto. -

En la película “Casablanca”, el nazi Strasser amenaza a Ilsa, la esposa del líder de la Resistencia, con que las autoridades francesas podrán “encontrar motivos para internarlo en un campo de concentración aquí”. Ese “aquí” es Marruecos en diciembre de 1941, donde miles de hombres penaban como esclavos de la Francia sometida por Hitler en decenas de campos de trabajo, internamiento y castigo ocupados por republicanos españoles, judíos, exbrigadistas internacionales de la Guerra de España e “indeseables” izquierdistas deportados desde la metrópoli.

Japón acababa de destruir Pearl Harbor, Alemania parecía avanzar imparable en Europa y la Francia colaboracionista construía en el noroeste de África un ferrocarril con el que pretendía unir sus posesiones subsaharianas con las del Mediterráneo (Dakar-Argel, 3.650 kilómetros) para alimentar con recursos naturales y soldados la máquina de guerra del Eje.



Ochenta años después, Efe ha buscado rastros de aquel episodio histórico en Marruecos, revisado documentos, memorias y estudios, y recogido el testimonio de descendientes de los exiliados que sufrieron presidio y trabajos forzados en los olvidados campos del Transahariano.

Un informe consular español de diciembre de 1940 cifra en “unos 4.000” los republicanos obligados a trabajar “en condiciones inhumanas” para construir el tramo del tren entre la base norte marroquí, en Bouarfa, y el campo sur de Colomb-Béchar, en Argelia. Esta “nueva esclavitud” en “campos de concentración”, según la definición del cónsul franquista en Oujda (Marruecos), la sufrieron exiliados españoles junto a un millar de antifascistas de distintas nacionalidades y otros tantos judíos bajo control militar en la construcción del ferrocarril Mediterráneo-Níger.

Varios estudios cifran en unos 2.000 los presos republicanos en esos campos y un informe de la Cruz Roja de julio de 1942 contabiliza 818 internos en Bouarfa, 694 españoles y los otros 124 de dieciséis nacionalidades o “apátridas”. Entre 1940 y 1943, decenas de ellos perdieron allí la vida víctimas del hambre, las epidemias y las torturas.

Tanto en Marruecos, entonces protectorado francés salvo las posesiones españolas del norte, como en Argelia, provincia de Francia, el ferrocarril que discurre de norte a sur próximo a la frontera fue la columna vertebral de una red con una decena de campos de concentración dedicados al mantenimiento de la línea de tren ya existente, su prolongación hacia el Sáhara profundo y la extracción de carbón, manganeso y otros minerales destinados a Europa. El mayor de esos centros de trabajo forzado en territorio marroquí fue el de Bouarfa.

LÁPIDAS ROTAS

Allí quedan pocos rastros materiales y menos recuerdos, solo una estación de tren abandonada, traviesas y raíles medio cubiertos de arena, y un cementerio sucio con lápidas rotas donde yacen olvidados españoles, brigadistas y judíos muertos en el campamento principal o en los campos de castigo satélites. En Bouarfa, hoy una localidad de 30.000 habitantes del llamado "Marruecos inútil", la empobrecida parte noreste del país, los republicanos no han dejado huella. Una decena de autóctonos consultados por Efe, de entre 60 y 95 años, solo recuerdan que había "prisioneros", pero fruncen el ceño al escuchar que eran españoles. "Eran alemanes", responden seguros, rememorando sin saberlo la etapa de la Primera Guerra Mundial, cuando en la zona fueron forzados a trabajar prisioneros de guerra alemanes.

En el cementerio cristiano, al noreste del pueblo, frente a uno mucho mayor con sepulturas musulmanas, los años y los vándalos solo han dejado trozos de lápidas con nombres incompletos. Allí se llevó a cabo hace ocho años la única exhumación realizada hasta hoy de un republicano español muerto en los campos franceses del norte de África, la de Vicente Mataix Ferré (1909-1940). Era un panadero republicano que el 28 de marzo de 1939 pudo salir del puerto de Alicante en el Stanbrook, el último buque que zarpó repleto de exiliados desde la España republicana. Igual que la gran mayoría de los hombres huidos a Argelia en los días finales de la Guerra Civil, fue hecho prisionero y recluido en campos de concentración.

En esos campamentos, establecidos por la Tercera República francesa antes de caer derrotada ante Hitler, el rigor y maltrato se acentuaron a partir de junio de 1940, cuando Alemania arrebató a Francia parte de su territorio y se instauró en el resto -incluidas sus colonias- el régimen pronazi de Vichy.

Vicente acabó su periplo y su vida en Bouarfa. Su viuda, con dos hijos, recibió una carta oficial en la que Francia le comunicaba su muerte por enfermedad, y un poco después unos camaradas le mandaron fotos de su tumba. Setenta años más tarde, sus nietos tiraron de esos hilos para recuperar sus restos.

Contrataron a una detective que localizó la tumba a partir de las viejas imágenes y encontró una losa rota con la inscripción “TAIX”. “El puente de la Constitución nos fuimos mi prima, mi hermano y yo, y desde Nador, con los funcionarios de la funeraria que contratamos, iniciamos los trámites y en tres días logramos desenterrarlo, exhumar sus restos y repatriarlo” cuenta, en su piso de Valencia, Josep Lluís Vañó Mataix.

“Sacamos sus huesos de allí y los metimos en una cajita, en un ataúd pequeño, para traerlos y enterrarlos con su mujer, de la que se había separado tres cuartos de siglo antes”, recuerda el nieto, a quien le gustaría que el “camino” que abrió su familia pudiera servir a otras en circunstancias similares.

Hace unas semanas, los Mataix han podido ver fotos del entierro del abuelo que les mandó Eliane Ortega, activista consagrada a la recuperación de la memoria de los campos de concentración norteafricanos. El ataúd desfiló a hombros de sus compañeros republicanos, “los perdedores dos veces perdedores”, cubierto con la bandera tricolor de la España que ya no existía.

“MATÁIS LENTAMENTE”

Entre los testimonios publicados hay uno especialmente fidedigno porque lo escribió casi día a día durante su cautiverio en varios campos del Transahariano Antonio Gassó (1919-1974), un piloto de caza apodado Gaskin desde su etapa de formación en la Unión Soviética. Gaskin, que fue también uno de los 3.000 pasajeros del Stanbrook, estuvo en Camp Morand y Colomb-Bechar (Argelia), y en Bouarfa y Foum Deflah (Marruecos), donde sufrió hambre, humillaciones, arbitrariedades, maltrato y torturas, y fue testigo de la muerte de compañeros que no tuvieron salud o suerte para soportarlo.

Laura Gassó, su hija, nacida en Casablanca (Marruecos), atesora las hojas manuscritas que encontró en una caja de zapatos, ordenó, planchó, escaneó y transcribió para componer el “Diario de Gaskin”, que “tiene la virtud de ser absolutamente sincero”, porque “no son unas memorias, está escrito en el momento”. Detalla el régimen de vida en los “marabouts”, las tiendas de campaña donde se hacinaban los trabajadores forzados, las jornadas extenuantes, las dietas míseras y los castigos por nimiedades, así como episodios puntuales de abundancia y camaradería.

“El diario es muy escueto, está escrito en condiciones muy difíciles y rara vez se explaya, pero deja entrever solidaridad entre los internados, sobre todo entre los castigados”, para quienes sus compañeros guardaban parte de sus pobres raciones de pan, explica Laura, afincada también en Valencia. “Cuando podían celebrar un domingo alguna comida porque se habían hecho con cuatro huevos y cuatro dátiles que habían comprado a los nativos, él lo cuenta tal cual. Algún impresentable me ha dicho: ‘Pues no lo pasaban tan mal’. Es una interpretación torticera. Justamente porque estaban en esa situación de penuria, cuando tenían algo se ponían malos de comer”.

En Foum Deflah, un campo de represión próximo a Bouarfa, Gaskin sufrió, por tiempo insuficiente para matarle, uno de los castigos más crueles de los campos franceses, el “tombeau”, la tumba. “Consistía -detalla- en que el castigado debía cavar como su propia tumba en la tierra, un agujero de 1,40 o 1,60 de largo por unos 60 o 70 centímetros de profundo y meterse allí dentro (…); sin permiso para salir ni para hacer sus necesidades, estaba sometido a la mitad de la mitad de la dieta. Allí se pasaba mucho frío por la noche, porque en el desierto las noches son muy frías y no había mantas ni nada, y calor por el día porque cuando salía el sol te caía directo y no tenías protección”.

Después de semanas castigados en el “tombeau” en Foum Deflah por no tener fuerzas para ir al tajo, murieron los judíos alemanes Kleinkoff y Brenman. Gaskin lo presenció y anotó la muerte de Kleinkoff el 28 de septiembre de 1942 y la agonía de Brenman, que falleció días después. En el cementerio de Bouarfa hay un fragmento de lápida con la inscripción “NMAN”.

“¡Cobardes y asesinos!”, increpa el piloto a sus carceleros en su diario. “Perdisteis 2/3 de vuestro país y la mitad de su imperio y os consoláis ganando la batalla a los pobres extranjeros que fiados de vuestra ‘generosidad’ vinieron a vuestro odioso país. (...) Fusiláis poco, pero matáis lentamente”, escribió en mayo de 1942.

Seis meses antes, el 8 de diciembre de 1941, vestido junto a otros 47 ‘trabajadores extranjeros’ (el eufemismo aplicado a los presos) con un traje militar de segunda mano, Gaskin había asistido a la inauguración del tramo de ferrocarril Bouarfa-Kenadza, a la que acudieron ministros y autoridades coloniales de Vichy. “Día de júbilo, alegría, cante, vino y anisete”, apuntó.

Pero la exaltación propagandista del trabajo completado, una ínfima parte del proyecto imposible del ferrocarril Med-Níger, no supuso el desmantelamiento de los campos ni alivió su rigor. Hasta mediados de 1943, medio año después del desembarco anglo-estadounidense en Marruecos y Argelia, muchos españoles no quedaron liberados del trabajo forzado para las compañías nacionales francesas. En febrero de 1943, la abogada judía marroquí Nelly Benatar visitó Bouarfa y contabilizó 620 prisioneros españoles y 86 judíos. Benatar, incansable protectora de los judíos sojuzgados por la Francia colaboracionista, protagoniza el libro “Years of Glory”, que acaba de publicar la historiadora estadounidense Susan Gilson Miller.

“HADJERAT-M’GUIL, UN CAMPO DE EXTERMINIO”

Una semana antes de la visita de la delegación judía, Gaskin parte del campo en viaje de servicio a Rabat y se escapa. Se instaló en Casablanca, donde se casó con Margot, exiliada española, y vivió hasta su vuelta a Castellón en 1959.

También quedó libre en febrero otro republicano preso en los campos del Transahariano que escribió unas memorias sobre su experiencia, Deseado Mercadal Bagur (1911-2000). Periodista y músico, Mercadal había salido de su Menorca natal en febrero de 1939 en un buque que no dejaron desembarcar en Argel y acabó recalando en la Francia europea, desde donde se escapó de nuevo a Argelia horrorizado por el trato a los refugiados españoles en el campo de concentración de Argelés. Tras dos años ganándose la vida como podía y esquivando la suerte de tantos compatriotas, fue hecho prisionero y enviado a una compañía minera en Kenadza, una explotación carbonífera próxima al campo argelino de Colomb-Béchar. Mercadal tuvo un destino afortunado. “Él decía que su profesión de músico le había salvado la vida”, subraya desde Menorca su nieta, Celeste, que recuerda que “solo un mes” tuvo que realizar el trabajo extenuante de la mina de carbón.

En “Yo estuve en Kenadza” relata cómo se le encargó formar una orquestina con otros presos: un alemán “que tocaba un poco el piano cuando estaba sobrio”, un clarinetista polaco con más conocimiento de música y afición al alcohol, y dos franceses que se hicieron cargo de la trompeta y la batería. Sumó al grupo a un tenor valenciano y él se ocupó del violín. “En los confines del Sáhara”, su repertorio, centrado en la zarzuela, “triunfó en toda la linea” y le procuró trabajo como animador de la cantina del campo, escribió Mercadal, que en las páginas siguientes a ese episodio jocoso recoge la cara opuesta de la experiencia de los esclavos del tren del desierto: los castigos y las torturas. “Hadjerat-M’Guil, un campo de exterminio”, titula el capítulo.

Mercadal asistió en Argel al consejo de guerra en el que fueron procesados once de los responsables del martirio y muerte de varios hombres en Hedjerat-M’Guil, encabezados por el comandante Santucci. El juicio se prolongó de febrero a marzo de 1944 y se recabaron testimonios sobre la muerte cruel de al menos doce hombres a los que Mercadal cita para honrar su memoria: “Livenstein, Biemenstock, Ohnstein, Berthold, Kyroudis, Nazarian, Marcha, Loëbel y los  españoles Jaraba del Castillo, Álvarez, Poza y Moreno”. Se dictaron cuatro sentencias de muerte de las que se ejecutaron dos y ocho condenados pagaron con trabajos forzados y reclusión.

A la nieta de Deseado Mercadal le “da muchísima tristeza” que la historia de miles de republicanos españoles represaliados en África sea tan desconocida, y recuerda la dureza del exilio para su abuelo y la familia que le esperaba en Menorca. Su abuela le contó que una vez pudieron escuchar desde la isla la emisión radiofónica de un concierto en el que él actuaba como violín solista junto a una orquesta argelina. En el programa figuraba la pieza “Himno a España”, compuesta por Mercadal.

El sufrimiento en el norte de África de decenas de miles de vencidos en la Guerra de España sigue pendiente de reconocimiento y los restos de decenas de ellos yacen olvidados en cementerios y fosas. Su historia, como la alusión a los campos de concentración en “Casablanca”, pasa desapercibida en la gran película de la Segunda Guerra Mundial. 

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