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Desde el campanario

La Iglesia, de Alfa a Omega

Sentado a la diestra del Padre, el pescador es testigo de la adulteración bíblica y la metamorfósis evangélica durante dos milenios

Publicado: 10/03/2024 ·
18:37
· Actualizado: 10/03/2024 · 18:45
Autor

Francisco Fernández Frías

Miembro fundador de la AA.CC. Componente de la Tertulia Cultural La clave. Autor del libro La primavera ansiada y de numerosos relatos y artículos difundidos en distintos medios

Desde el campanario

Artículos de opinión con intención de no molestar. Perdón si no lo consigo

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Las sandalias desgastadas de Simón Pedro aún pueden resistir un trecho más de camino. Son sus pies los que transportan el mensaje no el envoltorio. Ya queda poco. Al final del viaje la cruz invertida redimirá su austeridad y glorificará su humildad. Las túnicas de lamé y las cuentecillas de oro al cuello, no fueron necesarias en el trayecto desde Betsaida hasta Roma durante las contracciones del parto cristiano. Esos lujos quedan para los mercaderes de credos.

Sentado a la diestra del Padre, el pescador es testigo de la adulteración bíblica y la metamorfósis evangélica durante dos milenios. Desde su sucesor San Lino de Volterra (67-76) hasta Francisco (2013-   ) su ánima turbada no goza de la eternidad prometida porque el envoltorio ha pasado a primar sobre la palabra. El lienzo dorado y el brillo diamantino lucen ahora con impudicia impía sobre altares resplandecientes y manos acaudaladas, que desatienden advertencias epistolares sobre ricos, camellos y ojos de aguja.

Y renacen  de nuevo en Pedro aquellas dudas que le hicieron negar tres veces. Y pregunta mortificado al Maestro si los evangelistas transmitieron bien su palabra, o fueron los traductores los que tergiversaron los términos. O quizás es que la verosimilitud de los manuscritos, decreta desconfianza. Y el Maestro contesta lo de siempre “el que tenga oídos que escuche”. El príncipe de los apóstoles se retira del Maestro porque necesita reflexionar una vez más, y junto a Él no puede.

Bajo la bóveda infinita del Cielo que mora, encuentra un pasadizo solitario que servirá de claustro aislado para su propósito. Pedro trata de ordenar la Historia en busca de lo que no encuentra. Los primeros recuerdos invocan sus pies ulcerados por caminos polvorientos y sus manos encalladas por el tacto rudo del báculo de apoyo. Luego, multitudes postradas, conversiones asombrosas, bautizos colectivos... Después, sufrimiento, acoso, captura, condena, cruz… “Es un privilegio morir como el Maestro”, declara henchido de orgullo mirando al firmamento. “Eso puede arreglarse”, replica el verdugo demoliendo su quimera. El líquido púrpura fluye a la cabeza buscando manaderos por donde brotar. Antes del fin, la visión rojiza de la arena del circo bañada de sangre casta, invoca a los cristianos de Saulo. Hombres, mujeres y niños que renunciaron a la bula cesariana para ser devorados por las fieras. Carreras, histeria, frenesí, gritos espeluznantes, rugidos, zarpazos, colmillos, muerte. Muerte a pedazos, muerte atroz. ¿Valió la pena?

Pedro intenta obturar en su retina el horror vivido, pero no puede. La frágil coraza de su alma es presa fácil y los venablos desoladores gangrenan sus sentimientos. Avanza en el tiempo y sigue sin poder ver lo que busca. Sigue sin entender. ¿Qué hicieron sus sucesores? ¿Qué fue de su Iglesia de piedra? Recorre centurias y solo ve papas guerreros, traidores, ambiciosos, asesinos… Se cuestiona preguntar al Maestro, pero no pregunta. Sabe la respuesta.“El que tenga oídos que escuche”.

 Quiere encontrar algo con sentido a lo que aferrarse, pero sólo contempla su mensaje prostituido y su sencillez convertida en soberbia. Ve templos de mármol y mitras opulentas. Las riquezas repudiadas por su credo al principio del verbo, son hoy bienes codiciados por los manipuladores del santo mensaje. Impostores ávidos de poder, que justifican su hipócrita bondad con las buenas obras que el catolicismo realiza, como si no fuera ese, el encargo capital de su divino caudillo. Y Simón, Shimón, Pedro, Cefas, no puede evitar la rebeldía de su mansedumbre. ¡Malditos! 

El galileo que abandonó las redes para seguir al Maestro insiste en el rastreo. Continúa deslizando fotogramas de la Historia en busca del eslabón perdido y se topa con el periodo más despreciable de su Iglesia torturadora. Un imperio que ha superado en crueldad a aquel que masacró el cristianismo durante trescientos años. Bienaventurados los que son perseguidos por causa de la justicia, porque ellos heredaran el Reino de los Cielos. ¡Malditos otra vez!

Tapona sus oídos, pero los alaridos desde las hogueras inquisidoras despedazan sus tímpanos y ocluyen las arterias de su bondad. ¡Malditos; mil veces malditos!  

Esconde su ira entre las virtudes que lo santifican y recobra serenidad. Vuelve a insistir. Una aceleración final para evitar más sufrimiento lo emplaza a nuestros días. Es la última opción. Puede que mientras deambuló por la transformación de su Iglesia, el presente lo sorprenda. Abandona el pasadizo solitario que sirvió de claustro aislado a su meditación, y entre las barbas cardadas de los cirros que separan lo terrestre de lo celestial, otea a la curia pontificia confiando en una metamorfosis. Ingenuo Simón; noble Simón; pobre Simón. La metamorfosis ya la hubo y es irreversible. Tu Iglesia de piedra Pedro, Petro, Petra, Cefas, Kefas, Roca, murió contigo. En la oquedad de tus manos puras, se erigen ahora bancos administradores de finanzas y vehículos eléctricos sustitutos del rústico cayado que socorrió tu devenir cansino hace más de veinte siglos.

 Tu iglesia es otra Simón. Tu sustituto actual figura ¡quién lo diría Pedro! entre las seis personas más poderosas del mundo Tu iglesia ha cambiado.Ha evolucionado. Se ha transformado. Ha progresado tanto Simón, que no me explico la incongruencia de declararse aún conservadora.

Tu Iglesia Pedro, no aprenderá nunca a escuchar.

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