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Jerez

"No habrá otra Lola Flores"

Cuando dijo adiós en los brazos de su fiel Carmen Mateos murió la persona, Dolores, la artista, Lola, y nació leyenda

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Cuando minutos antes de las cinco menos cuarto del 16 de mayo de 1995 Dolores Flores Ruiz susurraba a su hija Lolita  "no te queda nada" le quedaba un suspiro para expirar en los brazos de su fiel Carmen Mateos. Moría la persona, Dolores, la artista, Lola, y nacía la leyenda. Personal e intransferible.  Única. En lo humano y en lo artístico. A nadie dejaba indiferente ni dentro ni fuera de las tablas. Se comió y bebió la vida con la misma facilidad que se camelaba bailando encima del mostrador a los clientes del bar de su padre,  en Sevilla, donde emigró muy pronto  desde la calle Sol. Emocionaba a los parroquianos mientras las copas se llenaban y se volvían a llenar. Pura raza.  “No canta ni baila, pero no se la pierdan" sentenció New York Times. Era uno de esos genios que nacen de vez en vez.

Contaba mi padre que el día que yo nací ella estrenaba espectáculo en el Teatro Villamarta y que la gente se daba bofetadas para encontrar una entrada.  Era un torbellino que emparentó en el teatro y en la cama con Manolo Caracol en ocho años en los que comenzó a moldearse el mito a golpes de éxitos, pasión, broncas y celos. En 1955  encontró al hombre de su vida, El Pescailla. Antonio González, un gran guitarrista, aparcó la sonanta para que fuese ella quien llevase el timón de la casa, a su manera, con sus salidas y sus entradas. Antes, en los años 40, firmó un contrato de 4 millones de las pesetas de entonces por dos años con Cesáreo González. Comenzaba a amasar una fortuna que administró  a su forma. Su casa era la de todos. Como su corazón,  su arte, su saber estar,  manteniéndose hasta el final, ya herida de muerte por la corná del cáncer, en la tele o el teatro. Saliendo al escenario y llenándolo. Nadie movió las manos, ni cimbreó la cadera, ni  braceó, ni recitó, ni cantó como lo hizo la jerezana porque  como sentenció "No habrá otra Lola Flores".  

Por eso su entierro fue diferente. En la Casa de la Cultura de la Villa con una mantilla blanca y los pies descalzos más de doscientas mil personas la despidieron. No le cantaron La Zarzamora como ella quería, pero se fue la persona y quedó la leyenda de sus discos, sus películas, sus recuerdos, la estela de su hijo Antonio que se fue con ella catorce días después roto por el dolor de una madre que fue, como en todo lo que hizo en su vida, iniguable y especial. Tan especial que su presencia perdura veinticinco años más tarde aunque en la ciudad que le vio nacer aún se está a la espera de la apertura de ese museo que espera en la plaza Belén, donde una estrella sin igual nació para la gloria del Arte, con mayúsculas.

               

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