Me consuela constatar que a Tí te pasa lo mismo. Te acaban de echar la Cruz encima. Has comenzado a caminar y a los sesenta metros no puedes más y la Cruz te tira al suelo. Como a nosotros.
El Vía Crucis tiene catorce estaciones; y a la tercera ya ruedas por la tierra. Es verdad que estás extenuado. Tú última noche ha batido el record de todas las noches en insultos, interrogatorios, bofetadas, idas y venidas, azotes y torturas, pero de todos modos, para ser quien eres, aguantastes poco.
Sin embargo, hay otra versión diferente de esta primera caída. Es verdad que estaba débil, que la calle era cuesta abajo, pero hay una razón principal para esa primera caída y es que había una piedra y tropezó. La culpable, en definitiva, es la piedra. Y le enseñaron a uno en Jerusalen la piedra culpable. Se la señalan a uno con el dedo extendido - Ahí la tiene usted . Piedra de verdad, sin corazón ni entrañas. No tuvo piedad de Cristo. Mírela. Al señalarla con el dedo, los hombres transfieren a ella toda su culpabilidad y se quedan, nos quedamos tan tranquilos sintiéndonos inocentes porque la piedra, esa piedra, tuvo la culpa.
A mí me daba pena de la piedra, perpetuamente acusada y delatada ante toda la humanidad. Pálida de vergüenza. Auténticamente petrificada en su infinita tristeza. Y me da pena porque es mentira. La piedra no existe. De haber existido hace veinte siglos, tal piedra despiadada que provocó la caída de Cristo, se hallaría allá abajo, en el subsuelo de Jerusalen, a diez ó doce metros de profundidad, enterrada y aplastada por los escombros y las ruinas de una ciudad tantas veces destruida. Es mentira. Jamás existió esa piedra. Pero es igual. Los hombres la necesitamos y sin más, la inventamos, la traemos de donde sea, y la plantamos en el sitio que nos conviene para descargar en ella nuestra culpabilidad. La humanidad entera le ha transferido su culpa. Y nos lavamos las manos como Pilatos.
Y Cristo sigue cayendo y cayendo en las calles de nuestra vida. En las esquinas, en las aceras, en los cruces, en las cunetas de nuestra existencia, hay Hermanos caídos en tierra y aplastados por su Cruz. Ahí están. En el tráfico de nuestras ciudades. Aunque pasemos de largo, aunque miremos a otro lado, aunque apretemos el paso, aunque doblemos la esquina y cambiemos de acera para no encontrarnos con ellos. Ahí están.
Pero todos nos lavamos las manos. Todos somos inocentes. Nadie tiene la culpa. La culpa es de la piedra. Y la piedra somos nosotros mismos. Las piedras de la vida no son anónimas. Tienen nombres y apellidos cuando las ponemos para que caiga un hermano. La piedra queda firmada. Hay personas piedra, cuyo trágico destino es obstaculizar los pasos de los demás para que tropiecen y caigan. Nosotros somos esa piedra. Y en la noche del Viernes Santo, lentamente, la luna deletreará nuestros nombres en la piedra. La punta altísima de un ciprés, se estremecerá al filo de la madrugada fría. Y un gallo lejano cantará por primera vez...