Lo peor no era que yo, como portero, encajase un gol. De hecho, aquel era el menor de los problemas. Normalmente, luego había que ir a buscar el balón, y esa misión sí que entrañaba sus peligros. Aunque ese supuesto se podría evitar si nos hubiésemos decidido por alguno de los otros juegos que podíamos elegir.
Catalina la Burra Encima no era de mis favoritos, sobre todo, si me tocaba ejercer de montura. La Morena era divertida, sin duda, pero acarreaba la obligación de llegar hasta el final. Retirarse en este juego no era una buena opción, ya que la penalización por abandono era de todo menos suave. El pan era soportable, lo peor estaba por venir. Con la segunda patada, correspondiente al tocino, el culo ya daba muestras de sufrimiento. La pringá era la rúbrica del castigo, la que provocaba un enfrentamiento entre la cabeza, que aplaudía la valentía y sensatez, y el corazón, que reprochaba todo lo contrario.
Las opciones del Contra, el Ranca, el Escondite y las Prendas, no eran recomendables hasta que no apareciesen los primeros rayos de luna, ya que la oscuridad añadía un aliciente que aumentaba las dosis de adrenalina para hacer más atractivos estos entretenimientos.
Sin duda, mi preferido (y el de mucha gente) era la Billarda. Pero ya entonces ningún tipo de actividad le podía hacer sombra al fútbol, firme en su trono como juego-deporte rey.
Volviendo al principio de este artículo, había encajado un gol y me tocaba ir a buscar el balón para poder continuar el partido. Era fundamental llevar todos los sentidos activados. En cualquier momento, una vecina con el disfraz de cazadora y un cuchillo entre las manos podía salir de cualquier portal a la velocidad de la luz y apoderarse del esférico amenazando con rajarlo sin ningún tipo de piedad.
Y no cabía la posibilidad del diálogo, ya que eras culpable de atentar contra su pared y sus macetas, un delito tipificado entonces como de los más graves. Por lo tanto, no quedaba otra que esperar a que amainase el temporal, soportando un recital de insultos donde la palabra mas suave era la de sinvergüenza.
Pero existía otro riesgo, que vestía de uniforme, y eso ya eran palabras mayores. Agazapado estratégicamente cerca de la pelota, un Municipal esperaba con una sonrisa de triunfo que te acercases para intentar llegar al balón antes que él. Y con los amigos contemplando la escena, no quedaba más remedio que aceptar el desafío y correr más que un plusmarquista de 100 metros para salir victorioso del envite. Pero si el agente lograba atraparte, la visita a Jefatura era inevitable para recibir allí dos tremendas broncas. Una de la policía y otra, casi peor, de tu madre, para la que ese trago era poco menos que el comienzo de una carrera delictiva.
Para que luego piense la gente que jugar, en aquella época, era algo inocente que no conllevaba ningún riesgo. De eso nada.