Kaulak, aquel sobrino tan ilustrado y polifacético de Cánovas del Castillo, acuñó la palabra arboricidio para referirse a las podas y talas que se realizaban en Madrid a principios del siglo pasado. El término puede ser demasiado rotundo, y para muchos exagerado. Por su etimología arboricidio se ajusta a matar un árbol, pero por extensión de las condiciones que la RAE pone a homicidio, en esa acción no concurren las circunstancias de alevosía, precio o ensañamiento. En tal caso de que si ocurriese hablaríamos de asesinato, en nuestro caso de asesinar a un árbol.
La imagen de los cuarenta cedros de la Fuenfría en el Parque Nacional de la Sierra de las Nieves, degollados mediante anillamiento de su corteza, es un claro ejemplo de acto criminal con alevosía, con perfidia. No es casual la forma de proceder. Como en las penas capitales de la antigüedad el verdugo era conocedor de como infringir el daño mortal de forma rápida y letal. Una de las grandes diferencias que la evolución ha marcado entre los animales y los vegetales es que mientras aquellos tienen sus órganos internos, las plantas lo tienen externos y por ende más susceptibles de ser dañados. Si nuestras arterias y venas principales están a buen recaudo entre huesos y músculos, aquellas tienen sus vasos de conducción de la savia a flor de piel. Evidentemente los malhechores eran conocedores de ello.
A sus 75 años sin juicio previo los cuarenta cedros fueron condenados por aun no se sabe quien ni porqué. Es muy posible que, como ocurre en la imagen especular de nuestra Sierra de las Nieves de las montañas africanas de Chauen, aquí fuesen frecuentes los bosques mixtos de pinsapos y cedros. Sus codiciadas maderas fueron objeto de intensas talas hasta hace un par de siglos. Si los pinsapos se dieron casi por desaparecidos entonces, seguro que así lo sería con los cedros, de maderas tan ligeras, tan perfumadas, tan moldeables y tan agradecidas al tallarlas. Los servicios ecosistémicos que esos cuarenta cedros han prestado a la sociedad en sus años de existencia podrían valorarse en centenares de miles de euros, a los que habría que añadir el lucro cesante en el caso de que no sobrevivan a la urgente terapia que se le ha aplicado. La justicia humana podrá perdonar a sus autores, pero las leyes de la naturaleza no los olvidarán.