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02/06/2024  

El parado y la quiniela

Considera la doctrina zen que ayer pasó y mañana no ha llegado: solo queda hoy.
Quizás durante los escasos bufidos de sosiego que le robamos al día a día, cualquiera que se lo proponga pueda conseguir arrancar del árbol de lo inaccesible el fruto de esta reflexión oriental, pero cuando los meses tiene cuarenta días y la desesperanza es la primera losa que se pisa cada vez que se da un paso al frente, la ansiedad no da tregua para el cultivo de sugerencias filosóficas.

Quebró el almanaque una nueva hoja en su vientre de congojas, y tras ella asoma el tísico subsidio de desempleo al que José se aferra cada mes desde que el último contrato de trabajo que firmó, pasó a formar parte del registro nacional de dramas laborales archivados en el núcleo inmisericorde de la amnesia pútrida de quienes amanecen cada mañana con el sol de la abundancia desparramado sobre el mármol veteado de la tapa de sus mesillas de noche.

José acude a la cola de los desesperados en cualquier banco de la ciudad donde habita la riqueza, y atraca de su subsidio de desempleo cinco euros para coquetear con la caprichosa fortuna, sita en la administración de loterías más próxima a la vesania de sus anhelos. Lo hace con la cabeza gacha y un despiadado sentimiento de culpa sobre su indulgencia, porque esas cinco monedas valen para un buen desayuno en casa o para la pelota de su hijo pequeño, que seguirá sentado otro mes de cuarenta días en la nube de la resignación esperando el bote juguetón de la esfera plástica. José supera el atentado anímico estimulando su determinación con la castidad de sus nobles propósitos, y entra en el despacho de la esperanza traspasando la penosa línea que separa los aprietos de las oportunidades.

Con un bolígrafo agrietado sujeto a una cuerda mugrienta resuelve la ecuación quinielística entre incógnitas indescifrables. “Al Madrid y al Barça le pongo que pierden para que sea cara”. Despega el codo del mostrador y ocupa su lugar en la cola. El pueblo tiene hambre de riquezas y la peregrinación de los deseos se prolonga hasta el exterior del establecimiento en la calle Rosario. A él le da igual; no tiene prisas. El reloj de su vida se llama abatimiento y no se luce en la muñeca. Escudriña los signos marcados en el boleto pero solo ve aspas zigzagueantes porque sus ojos miran pero su mente no computa.

Su mente callejea por los pasillos de la inseguridad. Deambula desorientada en un torbellino de interrogantes sin respuestas y desemboca exhausta en la glorieta de los reproches. Retira la mirada del resguardo por un momento y contempla el hacinamiento de borregos esperanzados que le precede. Los cuenta en un intento de consuelo confesional y clausura su observación porque su sentido ha regresado del paseo escabroso y se recrudece de nuevo con la realidad que lo aflige. Los tópicos coloquiales enjuiciando el bienestar de la clase política mueren en el adiós de quienes los comparten a diario, pero para José son puñaladas a su autoestima.

Comprime los molares hasta dañarse las mandíbulas al tiempo que un insulto excrementoso sobre los difuntos de quienes causan su desgracia, asoma por la comisura de sus labios. Él lo rebaña con la lengua hacia su interior porque José es un hombre educado. Trata de aplicarse aquella reflexión filosófica que conduce a la felicidad diaria, pero el presente de un parado se alimenta de la esperanza en el futuro, y el futuro es un tirano severo que agoniza en el tenebroso presente como una absurda pescadilla que se muerde la cola para acabar abrasada en el fuego de los imposibles.

A punto de verter los restos de su aliento sobre el ras del desespero, inyecta a su dignidad un ciclón de efervescencia y arremete de nuevo contra los buitres de corbata y manicura. ¡Mierdas! Me da igual -se consuela regurgitando el insulto excrementoso. Nadie me oye, por tanto a nadie ofendo-. Abunda en los sueldos de los políticos y su cólera toma connotaciones extremas. “Son una partida de oportunistas que no necesitan jugarse el almuerzo a la quiniela porque, con lo que el que menos gana, se mantienen cuatro familias de clase media “.

Lucha contra su indignación para no caer de nuevo en la vulgaridad del tópico salarial y la ofensa fácil hacia la clase dirigente, pero mira de soslayo calle Rosario arriba y solo ve tullidos mendigando, músicos limosneros, emigrantes atribulados, indigentes angustiados, mimos patéticos y un montón de cadáveres andantes. Nuevos dramas que añadir al suyo propio. Demasiada miseria para regentar su civismo. Su boca se atasca de injurias viperinas y les busca la mejor salida. Retira la mirada de la miseria que coloniza la calle, la dirige de nuevo al boleto de la esperanza y vierte sobre él su ira contenida. Mi hijo sin pelota y mi casa sin desayuno. Como el Madrid y el Barça pierdan, me cago en sus muertos y en los de todos sus jugadores.

pacolaisla@yahoo.es

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