¡Sí, claro que os acordáis todos! España no se merece un Gobierno que no dice la verdad. Era como un grito de guerra, como el espasmo de un moribundo que, antes de su última despedida, quiere dar a conocer su testamento. Y, de fondo, un coro de los ángeles que repetía incesante: “¡Queremos saber! ¡Queremos saber!”.
No me digáis que se os ha borrado de la memoria aquella orquestada reacción populachera que por todos los rincones gritaba venganza contra un gobierno que había provocado las iras de los islamistas y había propiciado la masacre de la que ya casi nadie se acuerda. Una primera sorpresa: la perfecta sintonía con que la oposición sale a la calle, casi antes de las explosiones o cuando aún el fragor de las explosiones no se ha acabado, a recriminar al gobierno sus faltas a la verdad y el derecho que tiene el pueblo a saber. No: no creáis que vaya a dar un mitin de amparo a la derecha, al gobierno de entonces: nada más lejos de mí, de mis intenciones y de la conformación de mi espíritu. Los silencios y el laissez fair de los entonces gobernantes de la Nación hablan por sí mismos de su acomodo a las normas del juego, a la búsqueda a cualquier precio (aunque fuese al de 200 víctimas inocentes) de la alternancia en el poder. Y la común obediencia a las órdenes que emanan del mismo foco del poder.
¡Milagro, misterio! Acaban las elecciones, se alzan los sociatas con el poder, se instala una comisión que no pueden evitar porque el pueblo se echaría a la calle... Y ya se produce el salto: ya nadie quiere saber; ya no es necesario buscar la verdad; ya nos conformamos con la mentira o con lo que sea: todo, menos investigar en serio. Los ardientes deseos de saber, de conocer la verdad de ayer, se han transformado en dejadez, en mentiras ante la comisión, en perjurios, en presentación de pistas falsas, en testigos amañados, en declaraciones aviesamente torticeras... Ya nadie quiere saber; ya sólo importa que pase el tren de la felicidad política y que todos queden perfectamente instalados en sus sillones, en sus localidades de lujo.
¡Incluso cuando reclamaban la verdad, mentían, en el colmo de sus falacias!
Después, ¿habéis visto alguna ocasión en la que hayan dejado de mentir? ¿Sobre qué? No importa, sobre todo, acerca de todas las cosas, de todos los eventos, de todo lo que se haya producido...
Lo dijo clara y cínicamente su maestro (a) Stalin: “La mentira es un arma más de la Revolución”. Y vaya que sí lo es, vaya que sus colegiales han aprendido la lección.
Les llamamos mentirosos y nos gritan desde todos los rincones las desaforadas voces de sus acompañantes... “para tildar a una persona o grupo de mentirosos hay que demostrar que lo son...”. Y ¿qué más tenemos que hacer para demostrarlo? ¿Es que no basta con escucharlos a diario desde las tribunas del Gobierno? ¿Y desde las tribunas de la oposición?
Estábamos en crisis: toda Europa lo estaba; todo el mundo también porque era una crisis que había decretado el poder bancario mundial y mundialista. Pero era el momento álgido de las elecciones en estos pagos y lo de la crisis no hubiera sentado muy bien a los electores. Pues no; entonces no: no estábamos en crisis. Acaso una ligera desaceleración que cerraría sus puertas de inmediato y nos dejaría en paz. ¿En crisis un país que, como el nuestro, tenía uno de los sistemas financieros más seguros y potentes del mundo (nos decían con descaro)? Y en este embuste se afanan el presidente, el que lleva lo de la economía y todos los comparsas que les rodean día tras día.
Pasan las elecciones y ocupan de nuevo el Gobierno. Ya no hay peligro; pero donde dijimos que lo de la crisis era un viento frío que nada nos traería a nosotros, no podemos ahora decir que la desaceleración no era tal y que estamos metidos en crisis.
Hay que decirlo poco a poco, con sordina. Y la desaceleración se va convirtiendo en algo de mayor enjundia. Pero nada de importancia: acabará en marzo. Y marzo se va acercando; y se echa encima. Y ya no se puede seguir con esa treta de mercadillo. Ahora resulta que no, que va a ser en noviembre cuando se derritan los hielos gélidos de la crisis. ¿Veis? Ya ha aparecido la palabra crisis en el vocabulario oficial. Ya empezamos a instalarnos en una verdad que no es soslayable.
El desempleo empieza a ser más que preocupante: nos dan la cifra de 3.200.000 parados y las gentes gimen (en especial esos parados). Pero hay voces que entienden de economía, de estadísticas, de cifras: y esas voces nos dicen que no, que es mentira, que el número de parados, si deshacemos unos cuantos truquitos que los del poder han inventado, está en cuantía superior a los 4 millones. ¡Qué vergüenza...!
Ciertamente, España no se merece un Gobierno que no nos diga la verdad. Ni se merece un Gobierno que la desgobierne como está siendo desgobernada. Por ambas causas, hagan el favor: ¡¡váyanse!! Abandonen este barco en desguace y déjennos en paz, en la paz que necesitamos para, liberados de ustedes y de sus oponentes, podamos iniciar la ardua labor de buscar de nuevo nuestro equilibrio.