La Verdad
Me había propuesto en esta cuaresma no escribir sobre el Septenario de la Expiración, porque lo llevo haciendo ininterrumpidamente hace años y puedo repetirme, aburriendo a quienes lean esta columna.
Vamos tres miembros de la Hermandad de la Buena Muerte a los cultos de cuaresma de San Bartolomé. Al doblar la calle de los Coches, ya divisamos, a través del cancel del templo, el prodigioso retablo que preparan sus cofrades al señor expirante ante el que quedamos, una vez más, conmovidos hasta en el rincón más recóndito del alma. Contemplar a este crucificado, que no acaba de morirse, es una apertura al ser íntimo de la verdad de las cosas.
Cruzando el templo hacia la sacristía mi mano se apoya levemente en el hombro de Luis Escalona, una institución viviente de nuestro mundo cofrade, que lee, arrodillado, un viejo y amarillento librito devocional. Él me hizo cofrade de esta Hermandad hace treinta y siete años. Y con él he salido en procesión precediendo la imagen de Cristo más humana y cercana que tiene nuestra Semana Santa. Juntos hemos rezado, soñado, sentido y vivido, Jueves Santo, tras Jueves Santo, en los últimos veinticinco años.
Tranquiliza verlo alli, de hinojos en el preludio del culto, mirando ese calvario de los lirios y los sueños, de la muerte y de la vida, en actitud de contemplación y espera, pues como piensa el psicoanalista K. Eissler: “el hombre, debe en los momentos oportunos, dejar de luchar y, abrirse en si mismo, para acceder activamente a la verdad”
El culto es tradicional, con solera de tantos años empleados en definirlo, hacerlo solemne. Calvario con cincuenta y dos cirios color tiniebla sobre la elegante candelería. Rosas y lilium rojo en las jarras, que se hacen blancos al pie del altar. Bandera de la Cofradía y gallardete de la primera palabra de Cristo: Padre perdónalos porque no saben lo que hacen.
Palabra profunda que nos retrata a esta sociedad autosuficiente que ignora su inopia mental. Ya conocían los antiguos este defecto capital del hombre, su mayor pecado. Por eso prevenía Sófocles en sus tragedias de ese mal: la “hybris”, el desmesurado creerse que puede conocerlo todo, su petulancia de saber, de dominar cualquier misterio.
Sin embargo somos ciegos ante el único y definitivo Misterio, que muere en el Gólgota con un suspiro de belleza sobrecogedora, perdonando la ignorancia. Dice el predicador que debemos perdonar siempre y perdonarlo todo. Eso es ser cristiano aunque cueste tanto hacerlo.
Canta un coro femenino, durante el Ofertorio, una coral de Bach, el genio que puso música a la Pasión de Cristo, relatada por Mateo y Juan, cuyas melodías y contrapuntos me acompañan mientras escribo, mientras conduzco, mientras estudio, mientras leo, mientras vivo… Para mi el mundo sería muy distinto sin la música bachiana.
Decía el eminente neurólogo gallego Juan Rof Carballo que: “lo fundamental del proceso creador descansa en una especie de desenfoque de la realidad, una cierta ceguera que nos va a permitir ver, de otra manera más lúcida”. Es lo que me sucede ante este Cristo expirante. Su presencia me abstrae de todo en su contemplación agradecida, atenta, relajada, flotante; en la periferia del campo perceptivo, pero presente, lúcida, vigilante.
Mirándolo, en este inigualable culto de Cuaresma, soy más yo que nunca, y así lo expresé en un poema que le escribí hace años, cuyo final era: … Quisiera decirte, Cristo mío expirante /desde mi miseria, soledad y dolor / que al verte tan solo, junco agonizante / tu busca de estrellas me llena de amor / y me da la vida, pues en este instante / lo más mío que tengo eres tú, Señor.
Lo era entonces, lo sigue siendo ahora y ya no podría existir algo más mío que su Cruz. Ando de vuelta de muchas cosas. Solo aspiro a la Verdad.
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