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Autorretrato

Un selfie no tiene nada que ver con un autorretrato. En el primero manda el afán por dejar constancia de haber estado en un lugar concreto o junto a determinadas personas, viviendo una situación pasajera, la mayoría de las veces tan instantánea como banal, y posando casi siempre en actitud poco natu

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Un selfie no tiene nada que ver con un autorretrato. En el primero manda el afán por dejar constancia de haber estado en un lugar concreto o junto a determinadas personas, viviendo una situación pasajera, la mayoría de las veces tan instantánea como banal, y posando casi siempre en actitud poco natural o extravagante. El retrato es otra cosa, de tradición mucho más seria y pretensión trascendente; incluso en culturas de las que somos herederos creían que retratar a alguien permitía aprisionar su alma, encarnarla y, mediante esa representación tangible, otorgarle la eternidad, aunque fuera la de la fama.

Retratar, por tanto, era eternizar, y eso tocaba las fibras últimas del ser humano, mucho más cuando se trataba de un autorretrato, donde el ansia por desvelar el alma debía realizarse mediante un ejercicio de sinceridad absoluta con uno mismo. Autorretratarse era asomarse al precipicio pavoroso de conocerse a uno mismo, suponía eviscerarse ante ojos ajenos y poner las entrañas encima de la mesa. Como verán, un selfie al lado de este desnudarse hasta los tuétanos es un juego de niños.

Pero no solo las personas se hacen selfies y se retratan, también las ciudades, que no son más que personas colectivas. Esta, Sevilla, lleva demasiados años ya utilizando selfies para mostrarse ante los suyos y agradar al mundo. Quien la conozca un poco sabe que es pudorosa y reservada, y que cuando aparece en esas posturas ridículas o bajo maquillajes que la desfiguran, lo hace obligada por pistolas en la sien cargadas con las balas del tópico y de la vulgaridad imperante; no tiene más remedio que hacerse esas autofotos que tanto contradicen su alma. Son selfies de la ciudad que para nada muestran su finura espiritual, están hechos con la lente del qué dirán y pasados por el filtro de la novelería. Los suyos, en lugar de decirle la verdad a la cara, que ya no tiene siglos para hacerse selfies, que da una imagen ridícula y sirve de rechifla eternizando los tópicos sobre ella, prefieren posar a su lado y participar en la pantomima. Otros, unos pocos, sienten rubor y sufren al verla tan venida a menos.

Sin embargo, hay momentos, escasos, en los que la ciudad está a gusto consigo misma, se siente alejada de las miradas morbosas y sabe que puede mostrarse tal y como es, sin maquillajes ni afeites, con todas sus arrugas y cicatrices. Son días en los que está abrumadoramente irresistible, suspira en silencio y se suelta la melena de la sinceridad, sabedora de que nadie la observa para juzgarla y que los pocos que están a su lado disfrutan viéndola tan desinhibida, natural y hermosa. Cuanto más espontánea es, más bella se vuelve esta ciudad.

La Feria es uno de esos arrebatos de sinceridad. La ciudad deja los selfies para la ciudad efímera del Real mientras ella, solitaria y olvidada por la fiesta que bulle al otro lado del río, se hace un maravilloso autorretrato. No tiene que fingir lo que no es ni ha sido nunca, no tiene que contentar a nadie, y surge entonces el milagro de la ciudad desnuda, apabullantemente misteriosa, deslumbrante hacia adentro; la que canturrea en el silencio y se balancea en la mecedora de la luz, la de las ollas de puchero resoplando por las ventanas y los portalones a medio abrir. La ciudad que se sujeta la cabellera del ocaso con las horquillas de los vencejos, la que vuelve a su ritmo de miel con las campanas tañendo, la que se perfuma con la brisa de aromas camperos.

En este autorretrato de las tardes de Feria la reconozco, igual que lo hago en las tardes hondas del Corpus o en los mediodías abrasadores del quince de agosto. En esos autorretratos nos reconocemos, y reconocemos a los nuestros idos por entre las arrugas de su hermosa piel.

Autorretratada así me gusta, tanto que uno le perdona todos los selfies ridículos y firma una prórroga con la memoria.

En estas tardes solitarias de Feria Sevilla sigue mereciendo la pena, aunque sea por la débil esperanza de que aún sobrevivan átomos de su fascinante alma. Es la ciudad serena y única, que ofrece posadas de eternidad a cada paso, la que te hace sentir la certeza de que tu cuna y tu tumba están en ella, la que te muestra que eres parte del autorretrato de su alma.

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