El verano es un tiempo propicio para la masa, y no me refiero precisamente a la de los calentitos, sino a esas concentraciones de centenares de personas en un mismo sitio para hacer una misma cosa. Imaginen lo que disfrutaría Ortega y Gasset sentado en su sillita de playa bajo la sombrilla, con su nevera de corcho hasta las manijas, en medio de la marabunta de la playa de Regla en agosto; le faltarían cuadernos donde anotar apuntes para la segunda parte de La rebelión de las masas.
Y es que, a pesar de los calores, la canícula invita a aglomerarnos para celebrar fiestas donde lo masivo es su leitmotiv. Visto así, el verano materializaría la definición que Aristóteles hizo del hombre como un animal social; sin embargo, estas masificaciones veraniegas la cuestionan al mostrarnos al hombre más como animal que como ser social. Miren en qué se han convertido los sanfermines -y otras muchas fiestas similares-para malestar de los propios pamplonicas, que asisten a la expropiación de una fiesta amable por parte de borrachuzos autóctonos y extranjeros, que convierten las calles en letrinas; animales en celo locos por tocar las tetas de una guiri que es paseada en hombros como en una procesión dionisíaca. Las fiestas de San Fermín no son eso, sino un tesoro cultural de los pamplonicas, pero los medios, aprovechándose de esa masa irracional, proyectan una imagen de tal desfase que se podría llegar a afirmar que son los toros los que persiguen a la manada en los encierros.
La masa, además de veraniega, se abona al éxito, por lo menos al concepto de éxito contemporáneo, que es instantáneo y fugaz, valorándose más la rapidez en alcanzarlo que el trabajo bien hecho y la excelencia. No es de extrañar, por tanto, que la industria cultural, en especial la televisiva, se sirva de la masa acrítica para fabricar éxitos que luego le vende para obtener ingentes beneficios económicos. Es el caso de los ganadores de concursos musicales que sin más bagaje que salir en la tele venden en pocas horas millones de copias de su primer disco, o esos presentadores-estrellas que aprovechan el tirón para escribir un libro y convertirlo en superventas en pocos días.
La masa y este éxito exprés se retroalimentan, generan un movimiento centrípeto enloquecido, como el de las ruletas en las jaulas de los hamsters, del que sale lanzado violentamente quien se detiene por el fracaso. Y es que el fracaso provoca acidez de estómago a la masa, que no sabe digerir contratiempos. La masa prefiere celebrar a analizar, vociferar a reflexionar en silencio, avanzar como sea a detenerse para la autocrítica, moverse a pensar. Lo diferente le escuece, lo individual le estorba, lo heterogéneo le incomoda. Quizás de ahí venga la fascinación del ser humano por el semejante fracasado, siempre desde un punto de vista externo: nos atrae el fracaso ajeno, que contemplamos desde la comodidad de la masa con morbo, intentando contrarrestar la mala conciencia con nuestra compasión. El fracaso hipnotiza porque individualiza, limpia la costra de la masificación para mostrar almas únicas que bucean hasta el hondón final donde se deja de ser humano, o donde quizás se sea más humano. El fracaso es un espeleólogo del alma humana, de ahí que los grandes personajes del cine y la literatura sean hombres y mujeres fracasados.
En estos días he visto los partidos del Mundial desde esta relación entre masa y fracaso, y ha sido muy revelador. Las hinchadas exultantes tras el gol de su selección o los cánticos para celebrar la victoria se nos mostraban en planos medios o generales en televisión; el éxito se vestía de una masa uniforme que actuaba homogéneamente. Por el contrario, cuando de mostrarnos el fracaso de un equipo se trataba, recurrían -y se recreaban- al primer plano de un aficionado que mostraba gestos de sufrimiento, angustia o lloraba desconsoladamente. Significativo ¿verdad?
Qué quieren que les diga, me quedo con los fracasados, porque el fracaso no admite planos generales, es una cuestión de primeros planos, de individuos frente a la masa. Solo ahí es donde se ve el alma humana en toda su dimensión. Y mientras, que la masa siga berreando para celebrar sus fiestas y éxitos.