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Cuarderno de Bitácora

En Berlín, la ciudad rota, las sirenas deambulan borrachas por los callejones en busca de marineros que hayan atracado allí durante un par de noches...

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En Berlín, la ciudad rota, las sirenas deambulan borrachas por los callejones en busca de marineros que hayan atracado allí durante un par de noches. Durante mi estancia en la capital me encontré con dos de ellas: dos criaturas rubias de ojos océano y piel de perla. Eran maestras en el arte de la seducción, pero no eran muy diestras a la hora de diferenciar a un marinero de un caminante. Una de ellas, profundamente interesada en mí, hizo gala de las danzas ancestrales que tantas otras veces le habían servido para embaucar a los hombres que recorrían aquellas calles de neón y de cemento. Fue un espectáculo sobrecogedor. La brisa nocturna rompía contra sus caderas de la misma forma que el mar rompe contra las rocas. El viento trataba de cortar el velo que la separaba de su ebria realidad, y con cada golpe de aire en su contorneado cuerpo nacía un canto dulce y melancólico. Mientras, yo sonreía atento como lo haría un niño o un anciano, sumido en un inocente aturdimiento. Así pues, finalizó su baile y se dispuso, como de costumbre, a recoger el premio conseguido tras su magnífico derroche de encantos.

Pero fue entonces, al mirarme a la cara, cuando descubrió que alcanzarme requería de algún tipo de don del que desafortunadamente carecía. Una marejada interna se apoderó de ella, y la furia acumulada por los años -y por los mares que nunca llegó a surcar- le arrebató su disfraz.  Alcancé a ver cómo le nacían medusas en los brazos y coronas de algas en los pechos. De esta forma, y en un idioma atormentado, rebosaron en sus labios las palabras sibilantes que tenía guardadas para alguien que en realidad no era yo. Su repentina metamorfosis fue espeluznante y fue maravillosa. Sí, espeluznante porque comprendí que una criatura como aquella podía sufrir igual que yo lo hacía; sí, maravillosa porque comprendí que el dolor no entiende de razas ni de especies.

Su compañera, experimentada y curtida, trató de tranquilizarla: su forma original no le permitiría sobrevivir mucho más tiempo en el entorno en el que nos encontrábamos. Bastó un susurro hecho de sal para calmar los ánimos -y también las ánimas- que apresaban el corazón de la sirena más joven. Tan pronto se hubo recompuesto, aún algo agitada, tomó una bocanada del aire que emanaba de las alcantarillas. Por fin, se giró bruscamente para ocultar la vergüenza producida por nuestro desencuentro, y acerté a escuchar cómo decía: “mi amado marinero anda cerca, sé que anda cerca”.

ojosdebosque.blogspot.com

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