La corrupción es congénita a las democracias partitocráticas (y puede que a todas las democracias modernas): se alimentan la una a la otra; y esas democracias no pueden subsistir sin la corrupción...
La corrupción es congénita a las democracias partitocráticas (y puede que a todas las democracias modernas): se alimentan la una a la otra; y esas democracias no pueden subsistir sin la corrupción. Sé que es políticamente incorrecto en el momento actual en que la corrección política actúa como bálsamo social y nos mueve a no decir nada que pueda molestar a la organización del Estado de nuestro tiempo. Es idéntico a lo que se critica de los gobiernos autocráticos, de los que se dice que prohíben cualquier expresión que vaya en su contra. ¿Qué más nos da que nos prohíban criticar una cosa o que, con palabras más dulces, recién inventadas, nos digan que no es admisible lo políticamente incorrecto? ¿No producen ambas consignas los mismos resultados?.
Pero es la verdad y me propongo demostrarlo en estos breves renglones. En una organización política en la que existen grandes partidos (generalmente dos que pueden estar o no rodeados de otros insignificantes cuya única función es la de apoyar a uno o a otro de manera que inclinen la balanza del poder a favor del menos votado de los dos, con lo que se conculca el principio democrático fundamental de que son las mayorías las que gobiernan) que precisan grandes sumas de dinero para mantener su burocracia central y local y para sufragar los enormes costes de las campañas electorales, de las que depende su permanencia en el poder. Se dice que esas sumas las aportan los afiliados de cada partido: pero a la sazón todos tenemos claro que esto es un imposible matemático: es mínimo el personal que realmente se afilia y paga las cuotas: las cuotas de afiliación son incapaces de mantener las organizaciones partitocráticas que han de acudir a otras fuentes para nutrirse de tan importantes fondos.
Y estas fuentes sólo pueden ser dos: o se nutren del Presupuesto del Estado o se nutren de aportaciones de las grandes empresas. En el primer caso, los partidos se convertirían en instituciones públicas y sus miembros en funcionarios, lo cual es perfectamente incompatible con las propias bases de la democracia ya que dejarían de representar la voluntad popular. Hay partes de esos gastos gigantes que el Estado puede encontrar fórmulas para subvencionar; pero siempre con el peligro de desbaratar la esencia de la democracia y en cuantía muy inferior a sus necesidades. Luego deben de optar por nutrirse de las aportaciones de las grandes empresas. Y todos sabemos cómo va este tipo de donaciones. Las grandes entidades, fundamentalmente las multinacionales, insertas por su propia naturaleza en el capitalismo más cruento, sólo buscan incrementar sus grandes beneficios y se les da un ardite de las tendencias políticas, de los partidos que entran en liza en unas elecciones. Sólo saben que su dinero estará bien empleado si el partido al que apoyan gana las elecciones, porque entonces podrán pedir a los gobernantes, aupados por su ayuda, toda serie de favores y concesiones que se transformarán de inmediato en beneficios.
Ni los políticos de los partidos pueden prescindir de esta ayuda, porque las modernas técnicas electorales son simples técnicas de marketing de costo muy elevado; ni las empresas pueden prescindir de esta salvífica ayuda que les lleva a condiciones de monopolio (o, al menos, de oligopolio) tan beneficiosas para ellas.
Y esto contiene ya el estigma de la corrupción: recibo fondos enormes a cambio de gobernar de manera tendenciosa a favor de quienes los han suministrado. Principio que conculca en origen un postulado esencial de la democracia: todos somos iguales ante la ley, ante el Ejecutivo y ante el legislativo. Y nadie puede ser favorecido de manera tendenciosa por haber suministrado fondos a un partido.
Y no sólo a un partido. Estas conductas son peligrosamente contagiosas. Sobreviene la idea de las comisiones por haber negociado, por ejemplo, una de estas dádivas. Y esto nos pone cerca, muy cerca, de pensar que si la corrupción escala a los altos puestos del gobierno, se transmite a sus componentes que ven pasar delante de ellos grandes sumas obtenidas con el solo objetivo de otorgar concesiones que el poder pone en sus manos. Y piensan entonces que no está lejos de ellos seguir los mismos derroteros y conceder favores económicos y políticos a cambio de sustanciosas comisiones.
Esto explica las cadenas de corrupción que se dan en nuestros días y que de vez en cuando salen a la luz pública (no sé si porque a los señores del dinero les interesa en un momento determinado acabar con un político, con una facción o simplemente desterrar a un partido del poder).
El ciudadano se pasma: soporta grandes tributos que finalmente van a parar a las manos de los políticos mientras desarrollan vidas de penuria que no alcanzan más que a permitirles una existencia en la que apenas sí tienen para sobrevivir sin pasar necesidades, a veces contaminada con grandes oleadas de paro con las que alcanzan la miseria.
Se logran los fines perseguidos: destierro de un político, finiquito de una facción, alternancia de otro partido en el poder… Pero nunca la recuperación del dinero rapiñado ni el cese de las corrupciones. Y los tratadistas no pueden abordar estas cuestiones por el aquel de la corrección política.