La muerte, se nos presenta, como esa habitación al final de un interminable pasillo. Un espacio frío, huérfano de vida, donde librar una batalla inexorable, entre la resistencia y la finitud. Noviembre, nos da un abrazo que nos posiciona y acorrala frente a ella, sin casi atrevernos a mirarla. Directa o indirectamente, las tradiciones nos recuerdan a quienes ya no vemos corpóreamente, pero que quizás y según su huella en nuestra historia personal, notamos en cada uno de nuestros pasos. Ritos que sobreviven con esfuerzo a pesar de las presiones capitalistas, comerciales y consumistas que van prevaleciendo en un escenario importado de fruslerías superfluas. Esa etapa última se nos muestra también a modo de escenificación del caos, de las pérdidas afectivas, de mordientes soledades...Como ese poema de Xavier Villaurrutia: “La muerte toma forma de alcoba que levanta entre dos un muro, un cristal, un silencio […] Y nos deja confusos, atónitos, suspensos, con una herida que no mana sangre”. Nuestro contexto ideológico y una perspectiva religiosa aún anclada en el sufrimiento de la “cruz” y la resignación, tampoco ha ayudado a trascender. Tal vez desde una espiritualidad basada en la “vida”, la muerte podría verse como una renovación cíclica de la materia, una fase donde no desaparece la inmanencia del ser… El amor que hemos sembrado, se convierte así, en el salvoconducto esperanzador y retroalimentador, en ese humus donde acampa nuestro legado como seres dentro de una Creación de valor incalculable. La muerte es un hecho natural e ineluctable, al igual que experimentar el duelo de la separación y de la ausencia. Pero la gravedad del mismo (que es necesario admitir, explicar y aceptar para evitar su posible cronicidad) puede verse tamizada y aliviada, cuando vamos renovando nuestra concepción de nuestra trayectoria finita. Las ganas de continuar y avanzar, nos empuja a superar las sensaciones devastadoras que nos impone las pérdidas (dolor intenso físico y emocional, confusión, parálisis bloqueante, ira, negación, impotencia…). Debemos permitirnos aquello que propicie nuestra catarsis emocional. Liberarnos de todo lo que nos conduce hacia un desequilibrio constante. Admitir que a pesar de los aparentes “puntos finales”, el estar “aquí y ahora” nos llama a retomar, a abrirnos con el tiempo a una nueva realidad. En estos días, tengo presente unos versos de Miguel Hernández, que me parecen un regalo, una bocanada de aire fresco, una burbuja de oxígeno donde la existencia triunfa: “Pero no moriremos. Fue tan cálidamente consumada la vida como el sol, su mirada. No es posible perdernos. Somos plena simiente. Y la muerte ha quedado, con los dos, fecundada”. Sin lugar a dudas, la Vida continúa, incluso a pesar de todo…
Eutopía
Pena simiente
Tal vez desde una espiritualidad basada en la “vida”, la muerte podría verse como una renovación cíclica de la materia, una fase donde no desaparece la inmanencia del ser
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