Decía Napoleón Hill que el optimista se equivoca tantas veces como el pesimista, pero que aquél es siempre más feliz. En realidad, tanto los optimistas como los pesimistas lo único que construyen son hipótesis, o sea, que viene a ser un trabajo de profetas. La diferencia está en que Malaquías decía, por ejemplo, que el último Papa, antes del fin del mundo, se llamara Petrus Romanus, y el presidente del Gobierno vaticina que el año que viene estaremos mejor que éste. Es mucho menos comprometido ser profeta, está claro, porque augurar el fin del mundo es algo que resulta difícil de comprobar a día de la fecha, y, sin embargo, el año que viene es algo que parece razonable que nos pille de testigos.
Un pesimista, por ejemplo, al enterarse de que bancos y cajas de ahorro poseen más de 20.000 millones de euros en activos inmobiliarios caería en la depresión, porque eso no es una caja, eso es una inmobiliaria con nombre de caja. Sin embargo, un optimista nos podría explicar que es mucho más seguro el valor inmobiliario que el mobiliario, que se puede volatilizar con la caída de la Bolsa. Que la morosidad, o sea, la gente que no paga sus deudas, sea la más alta de los últimos trece años puede hacer gemir a un pesimista, pero, en cambio, un optimista podría encontrar un respiro aludiendo a que se va frenando.
Tiene razón el presidente del gobierno cuando afirma que el pesimismo no crea puestos de trabajo, pero también es cierto que el optimismo tampoco, y sería raro que un punto de vista creara algo.
Ralph Waldo Emerson, que logró una beca de Harvard con tan sólo catorce años, decía que “el optimista piensa que éste es el mejor de los mundos posibles, y el pesimista tiene miedo de que eso sea cierto”. Creo que me estoy volviendo pesimista.
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