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Perder el cielo en dos pasos

Un bosque ronronea con las ramas al rozar con la brisa nocturna. Es el momento en el que salen las ninfas, absortas por el efecto ilusorio que ejerce ese mar verde al que ellas llaman hogar...

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Un bosque ronronea con las ramas al rozar con la brisa nocturna. Es el momento en el que salen las ninfas, absortas por el efecto ilusorio que ejerce ese mar verde al que ellas llaman hogar. El resto de las criaturas duermen, salvo por un par de lechuzas que, con los ojos muy abiertos, contemplan el tímido nacimiento del ocaso y velan solícitamente el letargo al que el bosque se entregó hace horas.

Las ninfas se visten de blanco vaporoso y se llenan los cabellos de cristales romos. Pasean por entre los helechos con la boca abierta y la cabeza bien erguida. Todas las noches les sorprende la belleza de Natura, sin excepción. No saben sino acariciar cada nuevo brote, cada cría recién nacida. Elevan un cántico que me parece escuchar a miles de kilómetros de distancia, en un lugar donde el sol brilla malva sobre las aceras, dándole a la bocacalle en la que me encuentro un aspecto profundamente onírico. Alguien ha escrito una frase sobre el poste informativo que hay a la salida del metro: “no tatuaré el recuerdo con olvidos”. Reconozco a Benedetti en esas palabras, y me sonrío porque yo también tiraba piedritas contra las ventanas cuando era más joven. Aquí, ya en la matriz de la sociedad, la vida rezuma por los adoquines que nadie pisa. No crece la vida en el suelo que se pisa con desconsideración, con prisas. Con prisas. Maldita sea, me he quedado embobado durante más tiempo del que creía, pues el sol ya baña exclusivamente la parte alta de los edificios, y un nubarrón amenaza, divertido y gris, con derramarse entero sobre mí. Abandono mi ensueño y abandono mi bosque para unirme a la celeridad propia de la ciudad de las luces. Vertiginosa, de repente todo cobra una velocidad vertiginosa.

Abro el paraguas porque llueve fuerte. Miro a la derecha y veo a una pareja de hombres besándose rápido. Tienen más vergüenza que prisa, pienso. Si hubiera mirado a la izquierda me habría topado con el señor de la barba postiza. Lleva persiguiéndome tres semanas, seis días y dieciocho horas. Qué culo tan jodidamente increíble, piensa. Le urge masturbarse en cualquier baño público, así que se deja engullir por la marabunta. La imagen me recuerda a un parto, pero al revés, diría cualquiera con un cerebro medianamente creativo. Se me ha volado el paraguas, y me echo a llorar porque el sentimiento de pérdida nunca lo llevé bien. Ahora no voy a saber qué ruta han seguido las gotas de lluvia.

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