La condena
Tres años, dos meses y nueve días. Hasta cuándo y hasta dónde me pregunto. Sí, ya sabes, solo por preguntar. Curiosidad. Solo un tema de conversación como otro cualquiera...
No, no puedo fingir indiferencia. Ni tú tampoco. Apenas unos minutos para contemplarte. Unos minutos para dibujarte en una burbuja en la que solo estamos tú y yo. Unos instantes para disfrutar tu sonrisa y tu cuello abarcado por mis ojos incisivos, incesantes.
Desprevenida. Desprotegida. Desconcertada. Y tu voz, así, unida a tu cuerpo. Es de verdad. No estoy soñando. Pero te toco y eres tú. Me abrazas y soy yo. ¿De verdad somos tú y yo? Miro a mi alrededor y todo el mundo corre, a sus cosas, a sus asuntos, como si no existiéramos. También tú tienes prisa. A mí se me ha parado el tiempo en un suspiro.
Suspiro para tomar aire. Para sentarme. Para asentarme. Para reflexionar el porqué de mi condena. De tu condena. De qué somos culpables. En un rincón, a solas, cierro los ojos y te veo.
No, no puedo fingir indiferencia. Ni tú tampoco. No sé cuántos segundos se prolongará este encuentro. Apenas unos minutos para contemplarme. Unos minutos para dibujarme de cuerpo entero y acariciar mi pelo sin tocarlo. Unos instantes para añorar mi sonrisa y tu boca en mi cuello abarcado por tus ojos que pretenden esquivarme. Que vuelven a los míos sin remedio posible.
Armada del valor que da lo efímero. Armada del valor del paso de los años. De la felicidad que viene y va a su antojo. Porque anoche lloraba. Porque hoy te he vuelto a ver. Tres años, dos meses y nueve días. Condenados a cadena perpetua. Condenados a expiar nuestra culpa. Pues si que hace calor hoy. Lo mismo mañana llueve. Ya ves, lo mismo.
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