De repente, descubrimos que todo el género humano, que todos nosotros podemos reconocernos a través de los objetos que nos acompañan porque “los objetos hablan”. Pareciera que no fuéramos conscientes de esta realidad hasta no visitar cierta exposición que será clausurada en el Museo de Bellas Artes de nuestra ciudad en breves semanas.
Esto que resulta una obviedad se nos presenta más palmariamente cuando vemos el autorretrato de un pintor con su paleta y utensilios de pintura o cuando contemplamos las terribles tenazas de un sacamuelas. Descubrirnos estos objetos es el arte de esta exposición y el artificio de su comisario, que parece demostrarnos que su erudición alcanza hasta haber leído en Heidegger que “los objetos hablan”. ¿Qué hubiera sido de tal exposición si su eminencia gris no hubiese contado con la cita del oscuro filósofo?
Evidentemente, los objetos nos retratan y podríamos reconocer a la infanta Isabel Clara Eugenia sólo con observar que sostiene el camafeo con la efigie de su prudente padre aunque no supiéramos quién fuese el pintor de cámara o se hubiesen olvidado de colgar el rótulo al cuadro. Pero esto no es ninguna novedad y lo sabe bien cualquier aficionado a la historia de la pintura. Sin embargo, esta suerte de pretendido esoterismo al revelar el “mensaje escondido” del toisón de oro que Sofonisba Anguisola pintó sobre el pecho de Felipe II nos mueve a preguntarnos por qué no descifrar el significado de las cuentas del rosario que desgrana en su mano izquierda. Por otra parte, las flores que pintó Zurbarán en el regazo de San Diego de Alcalá no nos hablan más que de un milagro de la vida del santo, con lo cual no cabe ver símbolos donde no los hay.
Estas exposiciones en las que se muestran obras de excepcional calidad como ciertos bodegones o el retrato de infantes de Mengs u otras de las que podría prescindirse, por ejemplo, la cómica “Última Cena” de Tristán, deberían medir y moderar su cantidad pues qué sentido tiene prolongar la visita con una sala más en la que los objetos no sólo están ya en los cuadros sino también fuera de los cuadros y se nos presentan en una reluciente armadura, un abanico, una paleta de pintor o una escribanía de plata porque perteneciera a un antiguo director del Museo del Prado.
Los objetos hablan. Ciertamente, siempre nos han hablado los objetos si sabemos preguntarles. ¿Necesitamos de esos comisarios sin policía que por afán de originalidad y notoriedad nos indiquen algo tan obvio como lo que estamos viendo? Que sean conservadores del Louvre, de la National Gallery o del Prado, qué más nos da. En materia de arte, como en otras de la vida cotidiana, no hay nada como la buena lógica y el sentido común. Claro es que una cosa es mirar y otra muy diferente, ver. Aunque algunos crean que ven más porque nos señalan lo evidente. Los objetos hablan. Gracias, Heidegger.