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El sexo de los libros

José Ruiz Mata: 'El estigma de Caín'

...los acontecimientos suceden según un orden diferente al habitual, un orden cercano a la magia y a lo onírico...

Publicado: 22/08/2020 ·
06:40
· Actualizado: 22/08/2020 · 06:41
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  • JOSÉ RUIZ MATA
Autor

Carlos Manuel López

Carlos Manuel López Ramos es escritor y crítico literario. Consejero Asesor de la Fundación Caballero Bonald

El sexo de los libros

El blog 'El sexo de los libros' está dedicado a la literatura desde un punto de vista esencialmente filosófico e ideológico

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En su, por ahora, última novela, El estigma de Caín (Editorial Alhulia, Salobreña, Granada, 2019), José Ruiz Mata (Jerez de la Frontera, 1954) nos muestra la trayectoria vital de un personaje desde la última fase   de su adolescencia —entre los quince y dieciséis años— hasta la madurez y los umbrales de la ancianidad. Es la rememoración autobiográfica de un pasado desde un presente con especial atención a esos años de crecimiento juvenil en los que se va fraguando un carácter, una forma de ser y de ver la vida, una evolución física, moral, psicológica y social, por lo que podría hablarse de un diseño narrativo adscrito al bildungsroman o ‘novela de aprendizaje’. El protagonista-narrador se centra en los orígenes de su educación multiforme y en la configuración de un determinado entendimiento de la existencia.

A lo largo del relato se revela la importancia del tiempo y el sentido de lo histórico como elementos moldeadores de una personalidad particularmente inquieta y movida por un ansia de conocimiento profundo de la realidad, siendo estos aspectos, vinculados con mayor amplitud a la etapa adolescente, los que llenan y estructuran el grueso de la novela, la cual comienza con un sueño (¿o ensueño?) del protagonista: “En las noches de niebla, cuando las nubes resguardaban el barrio de la mirada de los extraños, oía desde mi lecho pasar los caballos bajo mi ventana. Sus cascos herrados resonaban potentes sobre los adoquines y en el silencio se propagaba el sonido de los arreos, los correajes, las armas, las corazas; se presentían las capas blancas al viento, los cuerpos en sus rítmicos vaivenes, el resplandor de los metales. De vez en cuando uno de los animales relinchaba inquieto, el repiqueteo de sus pasos daba a entender una repentina disconformidad con su destino, una duda, pero el grupo proseguía su recorrido, impasible, enérgico, acompasado, hasta el fondo de la calle hasta que el rumor se perdía por el otro lado de la plaza”. Más adelante sabremos que son guerreros andalusíes, emblemas de un pretérito, los cuales, en una intervención casi sobrenatural, salvarán en su momento al protagonista de una situación peligrosamente comprometida.

La vida del joven transcurre en un distrito popular y antiguo de intramuros —entre la zona monumental, el centro comercial y el área de las bodegas— de una ciudad del sur de España que, por datos y detalles, es algo más que comparable con Jerez, sin que su nombre  sea jamás mencionado, como no se menciona el nombre del ejecutante principal de la ficción. De la misma manera, una serie de referencias nos remiten al jerezano  barrio de San Mateo, primitivo y castizo,  con sus habitantes,  algunos de ellos específicamente destacados, como Luis Ortega, la familia Solano (próceres venidos a menos), la niña Carmencita y el descubrimiento del sexo, Aurelio el pintor y su atractiva mujer (una fijación erótica del protagonista), Expósito el panadero, un sujeto siniestro apodado El Chícharo —metido en negocios sucios y quehaceres oscurantistas que son el origen de una crónica policíaca bien construida y que añade un toque de suspense al relato— y otros. El paisaje público se complementa con la introducción de coloquialismos propios del habla del pueblo, conformando así una perspectiva general del escenario, con el inevitable tabanco a modo de foro supremo de los parroquianos. Estos personajes secundarios tienen cada uno su peculiar desarrollo humano, sus vicisitudes, lo que sirve para dinamizar la acción fundamental del argumento, polarizada por las inquietudes cognoscitivas del muchacho que, con la ayuda de Luis Ortega —contable de una firma bodeguera y autodidacta (con sus ineludibles limitaciones)  enfrentado a la ciencia oficial— se va adentrando en el cuestionamiento de todo lo establecido como dogma en el conocimiento del mundo, proceso que se encauzará con más rigor y plenitud con la aparición de Sofía (‘la sabiduría en su estado puro’), alguien que surge como desde otra dimensión y que  genera a su alrededor una especie de universo paralelo donde los acontecimientos suceden según un orden diferente al habitual, un orden cercano a la magia y a lo onírico, con una difuminación  de las fronteras entre lo vivido y lo soñado. Sofía se convierte en la preceptora del chico en su indagación de otras realidades dominadas por una multitud de símbolos que proporcionan una nueva interpretación de todas las cosas humanas, las cuales, en ocasiones, aparentan ser sobrehumanas. La relación entre ambos deviene un camino iniciático en el que no faltan los espacios encantados y las experiencias inexplicables: a veces exaltadas, a veces como de pesadilla: siempre excitantes. Sofía es la representación de las distintas facetas del conocimiento, sin exceptuar su reverso oscuro; de ahí sus transformaciones físicas, en las que se manifiestan conceptos como el juego de los opuestos, la ambivalencia esencial del espíritu o las contradicciones existenciales dirigidas hacia una síntesis dialéctica que conduzca al conocimiento y perfección de la materia sin desestimar las aportaciones de la tradición hermética: “La ciencia oficial confunde las motivaciones con los resultados, por lo que en vez de estudiar las causas, se dedican a ensayar con los hechos sin importarles o desconociendo las originarias fuerzas que los provocaron. [...] Lo importante es buscar las causas, encontrar la vida y estudiarla, ponerse en contacto con la materia y lograr su grandeza y perfección. A través de su sublimación hallará el operador la suya”. Brotan aquí ecos de la alquimia, de la Gran Obra, y una percepción poética de las ciencias que no contempla a la Naturaleza “como un objeto explotable”, sino como, de acuerdo con la práctica esotérica, “la dama hacia la que convergen todos los pensamientos del artista en su búsqueda de la perfección”. No hay otra ruta más segura que el amor a la Naturaleza del filósofo. No es tanto sentenciar la incompatibilidad con el conocimiento académico como ensanchar el método analítico sobre la materia y la energía.

Las leyendas, los mitos, los cuentos, las tradiciones orales, el infinito repertorio de símbolos (debidamente elucidados por el autor): en estos materiales se encuentra la memoria y las raíces de la humanidad. Perder el significado de los símbolos es perder la propia sustancia de lo humano: “lo que debemos pretender es espiritualizar la materia materializando el espíritu, porque es necesario liberar conjuntamente espíritu y materia”.

En este contexto de realismo simbólico, tan característico de la narrativa de José Ruiz Mata, desempeña siempre una función primordial la reflexión filosófica, ética y sociológica, ligada a la historia vertebradora de la novela y a los episodios adyacentes que, como hemos dicho, ofrecen mecanismos de intriga y suspense que animan el desenvolvimiento de la trama, como la masacre de la familia Solano, un enmarañado  asunto concerniente a proyecciones alquímicas y las múltiples fechorías de El Chícharo (la sinagoga subterránea, una aventura fascinante y rocambolesca). Pero la novelística de Ruiz Mata nunca se circunscribe al fútil objetivo de contar una historia (o varias), como se predica hoy en tantos círculos pseudoliterarios; su campo de trabajo incluye permanentemente ideas y pensamientos sobre la realidad en toda la extensión del término. En consecuencia, en El estigma de Caín, descubrimos razonamientos a propósito del arte, de la sociedad, de la condición humana, del destino, de la epistemología, del urbanismo, del pensamiento único, de la globalización, etc. Los símbolos afloran continuamente: el fuego, el manantial, la lanza, las fuentes,  San Juan Hermafrodita, la leyenda del monje Anselmo, la rana que se transforma en príncipe, el palacio del bosque, la serpiente, el dragón, el ouroboros, el pozo de la juventud, el laberinto, la gruta que esconde tantos secretos... El acceso al verdadero conocimiento es una vía empedrada de dificultades, y son indispensables la disciplina y la paciencia: “La principal misión del hombre consiste en acabar la obra de la naturaleza y darle un sentido que, sin él, no tendría”. Se enfatiza lo  trascendental de los mitos primigenios o las religiones mistéricas, como el mitraísmo. “La palabra es la única llave del jardín de los sabios, la cual volverá a encontrar [el hombre] bajo el soplo de los símbolos” y “la ley de las analogías”.

Digno de ser resaltado es el enigmático personaje de Monsieur Miroir, que   encarnaría el símbolo del espejo (miroir en francés). Según Juan-Eduardo Cirlot (Diccionario de símbolos, 1995), el espejo puede aludir a un extendido conjunto de contenidos tales como la imaginación o la conciencia que reflejan el mundo real, la autorreferencialidad, lo discontinuo y las alteraciones del universo en una atmósfera donde impera la magia y la esfera lunar —esa suerte de torreón embrujado en el que vive Miroir—; simbolismo también de “la multiplicidad del alma, de su movilidad y adaptación a los objetos que la visitan y retienen su interés”; o bien, sigue diciendo Cirlot: “puerta por la cual el alma puede disociarse y «pasar» al otro lado”, como en Alicia a través del espejo (1871), de Lewis Carroll; espejo que para Marguerite Loeffler-Delachaux (Le symbolisme des contes des fées, 1949) es expresión de la memoria inconsciente. Todo en torno a Miroir reviste, igual que en el caso de Sofía, una cierta eficacia taumatúrgica que se transfiere al ambiente de intensas emociones y vivencias que contribuyen a la iniciación  del protagonista en cuanto al discernimiento de la materia y la energía universales. Es aquí  cuando el título de la novela cobra toda su significación: “Caín no mató a Abel. Abel era temeroso no solo de Dios, sino de todo lo que no entendía, por eso le resultaba obligatorio actuar según unas normas, ser fiel con lo que se suponía establecido [...] En cambio, Caín, se encontraba seguro de sí mismo, conocía bien a la Naturaleza, no necesitaba de nadie para mantener una existencia digna, gozaba del mundo y no le brindaba a Dios más tributo que lo que él estimaba necesario”. El odio de Abel hacia un Caín libertario le llevó a crear la historia apócrifa de haber sido asesinado por su hermano: “Desde entonces, todos los descendientes de Caín llevan ese estigma en la frente que solo es reconocido por los portadores de esa misma señal. Raza que, como su fundador, se mantiene firme en sus convicciones de descubrir el universo, de valerse por sí solos para desentrañar la Naturaleza, de vivir sin ataduras, de pensar”. Abel representa la ortodoxia y Caín la heterodoxia: “todos los herederos de Abel mantienen su miedo a lo desconocido, necesitan un líder que los guíe y al cual se someten, son fieles defensores del poder establecido, garantes de una fe que intentan imponer a toda la humanidad, puritanos de estrechas normas que han querido ver en este mundo un valle de lágrimas”.   

Asistimos, tras el fin de la infancia y la juventud, a la subsiguiente secuenciación de la  biografía del protagonista: sus estudios superiores, su vida laboral como profesor universitario en Francia, su matrimonio, el nacimiento de su hija, su viudedad, y, finalmente, su regreso a la ciudad natal donde disfruta con la estimulante compañía de su nieto, al que va introduciendo en su ideario dentro del marco de una complicidad patente entre los dos. El nieto, un día, confiesa haber tenido el mismo sueño que tenía su abuelo y que se relata en el arranque de la novela, con lo que, a un tiempo, se cierra un ciclo y se abre un  sendero de continuidad espiritual bajo el signo de la comunión con la Naturaleza.

El estigma de Caín es una obra dotada de una poderosa atracción, escrita en ese estilo de seductora naturalidad con el que Ruiz Mata sabe sumergir al lector, por medio de un lenguaje claro y rico en matices, hasta lo más hondo de una narración repleta de amenidad, pero también de un pensamiento sobre la existencia a través de una tensión sostenida  en todos sus pormenores, y con una disposición argumental en la que sucesos e ideas se ensamblan pertinentemente para otorgar una inequívoca lucidez interpretativa a lo que se narra.

 

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