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'Los Destellos', o la muerte como aliciente para hacer frente a lo que quede por vivir

La película se levanta a partir de la mirada sosegada y consciente de una excelente contadora de historias, Pilar Palomero

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Isabel se dedica a restaurar masets en el parque natural Els Ports, donde vive con su segundo marido, un profesor de música. Cada fin de semana acude a recoger a su hija Madalen a la estación de autobuses de Tortosa, procedente de Valencia, donde está terminando la carrera de Ingeniería agrónoma, para que pueda visitar a su padre, que padece una grave enfermedad.

Así arranca Los destellos, tercer largometraje de Pilar Palomero tras Las niñas y La maternal. De nuevo, en el eje de la historia, una madre y una hija, aunque desde un punto de vista diferente, puesto que la transformación vital que registra en las imágenes recae en este caso en la madre, dentro de un ejercicio de madurez emocional que va a la par del de la propia realizadora a la hora de moldear su mejor película hasta la fecha. En este sentido, y como indica su propio título, la cinta está plagada de destellos que deslumbran por dentro, a partir de la mirada sosegada y consciente de quien sobresale aquí como una excelente contadora de historias.

Basada en el cuento Un corazón demasiado grande, de Eider Rodríguez, que firma el guion junto a Palomero, el filme ahonda en el progresivo acercamiento de la protagonista a su exmarido, al que han diagnosticado una enfermedad terminal y que, con la única ayuda puntual de la hija que tienen en común, precisa de cuidados diarios hasta el desenlace definitivo.

Y ese acercamiento, que va abriéndose paso a través de las miradas esquivas y los silencios de Isabel, desemboca en una doble fuente de luz, la que habla de nuestra propia humanidad a la hora de afrontar el dolor y la pérdida, y la que nos descubre la muerte como algo inevitable, pero no terrible, si la entendemos como un aliciente para hacer frente a la vida o a lo que quede por vivir.

Esto último, retratado de forma sensacional durante la secuencia de los visitadores médicos que dan compañía y conversación al enfermo, convive igualmente con la exploración de los paisajes, la felicidad pendiente y la despedida inevitable -el baile entre padre e hija mientras suena el A tu vera de Lola Flores subraya el momento, con cierto eco a la famosa secuencia de El sur de Víctor Erice-, pero también con el recorrido por los objetos repartidos por la casa de Ramón y que sabemos que le sobrevivirán aunque convertidos en una huella efímera.

Y por supuesto, Pilar Palomero se apoya en una magistral Patricia López Arnaiz y en un Antonio de la Torre comedido y sufridor, al tiempo que logra deslumbrarnos con unas imágenes en la que los encuadres y las elipsis adquieren un enorme poder narrativo para poner a prueba nuestra sugestión como espectadores frente a esta historia tan triste y bonita, pero sobre todo bien contada.

 

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