Nunca me ha interesado lo más mínimo el mundo del manga, mucho menos las series de dibujos animados que comenzaron a llegar a nuestro país a principios de los noventa. Tenía compañeros de carrera que retrasaban cada día la hora de la comida para poder almorzar mientras emitían el capítulo diario de Bola de dragón -lo más cerca que estuve de aquella serie fue conocer a la persona que doblaba a Goku:José Antonio Gavira, presentador entonces de los informativos de Canal Sur-. No compartía su fascinación por aquellos personajes, ni entendía el supuesto y apasionante atractivo de aquellas historias que yo veía siempre reducidas a una serie de combates interminables e insufribles, como los partidos de fútbol de Oliver y Benji -otra serie que siempre evité, como ahora cualquier telenovela turca, para no acabar al borde de un ataque de nervios-.
Un pequeño análisis publicado en El País Semanal sobre las claves del éxito del manga entre millones de seguidores de todo el mundo, le reconoce algunas aportaciones destacadas; no como para que caiga en la tentación de ver algún episodio, pero sí para tener presente los valores y el trasfondo inspirador de sus tramas, e incluso para ponerlos en práctica. Uno de ellos se resume en una frase que parece sacada del interior de una galleta de la suerte: “Cuando te encuentres bloqueado, regresa siempre a la infancia”.
Lo he puesto a prueba para este artículo. Entre otras cosas, porque nunca está de más volver a la infancia, retroceder sobre tus propios pasos y recuperar fragmentos del pasado como quien va recogiendo las migas de pan que dejó de pista por el camino. Y así, he empezado a enlazar recuerdos como si tratara de recomponer la cadena de adn de un dinosaurio, tomando como referencia la figura de mi abuelo materno.
Nunca llegué a tener una conversación de adulto con él, pero siempre prestaba atención a lo que decía cuando me colaba en las conversaciones de mayores, por la aparente y sincera audacia de sus comentarios. La imagen que me acompañará siempre de él -también la más antigua que conservo- es la de verlo sentado en su sillón, después de la sobremesa, leyendo El país. De hecho, lo siguió haciendo hasta el último día de su vida, pasados los 90 años.
Mi abuelo era agricultor, de los que iba a diario con el burro hasta el mercado con los productos de la huerta para venderlos en su puesto de la plaza. Y por esa rara asociación de ideas que nos formamos desde pequeños, siempre me llamó la atención esa afición suya por leer la prensa, por estar informado y poder formarse una opinión sobre aquella España recién entrada en la transición, como si el hecho de ser un hombre de campo le privara del derecho a sentarse con un periódico entre las manos, y hasta de un libro, en vez de estar siempre pendiente del tiempo.
La cuestión, y eso me lo contaron mucho más tarde, es que aquella afición suya no tenía nada que ver con la aparición de la prensa libre o la desaparición de la censura, ni con una especie de adaptación a los nuevos tiempos, sino que venía de sus años de juventud, de sus inquietudes y de sus simpatías hacia el ideario socialista. Ya siendo padre de familia, y bien entrada la dictadura, no perdió oportunidad de sintonizar La Pirenaíca o Radio París, aunque fuese a costa de la paciencia de mi abuela, que lo obligaba a apagar el receptor ante el temor de que apareciera la Guardia Civil y se lo llevara preso por el mero hecho de no tragarse lo que contaba el NODO.
Leer la prensa, opinar, votar, espantar los miedos, salir de cada escondite particular... fueron la recompensa a tantos años de espera en esa clandestinidad autoimpuesta. Y sin embargo, más de cuarenta años después, no solo hay quien pone en duda aquellas conquistas que nos brindaron por fin una democracia bajo un nuevo y duradero marco constitucional, sino que hemos dado por perdida la batalla frente a lo políticamente correcto.