Hace justo un año el Ayuntamiento de Cádiz y la Asociación de Profesionales en Prevención y Postvención de la Conducta Suicida Papageno colaboraron para impulsar la creación del primer Grupo de Apoyo al Duelo para familiares y allegados de personas fallecidas por suicidio en la provincia.
Ahora, a partir de aquella experiencia, está a punto de constituirse una asociación andaluza de supervivientes, término con el que se conoce a un colectivo que “tiene que volver a aprender a vivir sin quienes se fueron”. Susi de León, promotora de la entidad junto al psicólogo sanitario y coordinador de Papageno Daniel López, se felicita por el paso dado porque no hay ninguna organización como referente en la región.
Todo pese a que Andalucía registró 653 suicidios en 2018, situándose al frente del ranking nacional en números absolutos y octava en tasa por cada 100.000 habitantes, y permanecen como la principal causa de muerte externa. En Cádiz, se anotaron 83. Cada uno de ellos, según estimaciones de algunos estudios, afecta gravemente la salud emocional de seis a doce familiares allegados.
“El duelo es un proceso inevitable y necesario en el que confluyen el dolor físico y emocional, la tristeza, la culpa, la desesperanza, el miedo y la ira”, escribe la psicóloga Alina Baratech Navarrete en el libro Amazona en la centella, en el que De León relata cómo afrontó la pérdida traumática de su marido.
Pero superar el duelo no siempre es fácil. “He encontrado a lo largo de mi proceso a demasiadas personas que se quedaron atrapadas en su dolor”, señala la autora de la publicación. “Hay quienes tapan y ocultan su dolor como si no existiese y quienes prefieren asirse a él y convertirlo en la razón única e impulsora de sus vidas”, agrega. De León admite que “estuve a punto de ser una de estas últimas” hasta que “surgió esa otra fuerza aún mayor que la voluntad que me permitió encontrar la salida al tremendo abismo en el que se encontraba mi vida: el amor, a mis hijos, a mi familia, a mis amigos, a toda la gente del mundo y, sobre todo al recuerdo del ser a quien había perdido”.
El primer paso que dio entonces fue “buscar el norte en los cimientos de una misma, mirando el dolor cara a cara, con valentía, sintiendo su profundidad desgarradora”, lamiendo y curando las heridas y dejando que lentamente se convirtieran en cicatrices. “Nada es permanente. Nada. Ni siquiera nuestro horrible y tremendo dolor”, asegura.
Compartir la salvó. Las charlas con su terapeuta. Lecturas sobre la muerte y el duelo. Y, sobre todo, escribir. “Todavía, después de cuatro años, necesito a ratos detenerme”, reconoce, no obstante, pero remarca que “hemos de abrir el camino a la esperanza para que nos encuentre. Buscarla y apreciarla en los más ínfimos detalles, y encontrar el camino del perdón y la reconciliación con quienes se fueron, pero sobre todo, con nosotros mismos”.
El remordimiento y la culpa son, en este punto, los principales obstáculos. “Es un tema opaco, que se relaciona con la locura, está estigmatizado, ha sido delito tipificado en el Código Penal y pecado para la Iglesia hasta tiempo muy recientes”, explica Daniel López, quien defiende que se aborde específicamente en planes estratégicos por parte de la autoridad sanitaria.
En Andalucía, la administración aborda el problema en el marco del plan de salud mental, donde se plantean demasiados objetivos, pero no se dotan de fondos, y se diluyen. Aunque hay diversos recursos disponibles para combatir la lacra, desde asociaciones como la suya para prevenir el suicidio, a apoyo telefónico, como el Teléfono de la Esperanza.
Por otra parte, apuesta por desmitificar el fenómeno. El Observatorio del Suicidio, de la Fundación Española para la Prevención del Suicidio, apunta, en este sentido, que nadie quiere morir o matarse, sino que quiere dejar de sufrir. Por otro lado, desmiente que hablar del suicidio incita a hacerlo y rechaza la idea de que quien lo hace no lo dice y quien lo dice no lo hace. “El suicida expresa su desesperanza, que es la palanca que acciona el acto, lo que se denomina visión de túnel, por medio de alarmas verbales”, advierte el reponsable de Papageno. Pone de ejemplo el anciano que repetidamente insiste en que “no sirve para nada” y se muestra convencido de que “sin él su entorno estaría mejor porque es una molestia”. También hay alarmas físicas: cierto desorden instalado progresivamente en la vida cotidiana, conductas de riesgo vinculadas al alcohol, las drogas o el tabaquismo, trastornos de alimentación y sueño, o prisas por arreglar testamento.
Como fórmulas para atajarlo, es importante incidir en la población adolescente y anciana, que concentran el mayor número de casos, facilitar pautas de actuación a educadores, familiares cuidadores y profesionales sanitarios, difundir información veraz y científica y, finalmente, creer firmemente en que hablar sobre el suicidio como problema de salud pública ayuda a prevenirlo.