Como Eastwood,es uno de los escasos supervivientes que siguen haciendo cine con mayúsculas.A sus 78 años nos deleita con la brillante Un dios salvaje
Hay determinados personajes del mundo del cine por los que he sentido desde niño una predilección especial: Charles Chaplin, Peter Sellers, Errol Flynn... Roman Polanski también se encuentra entre ellos y, personalmente, no voy a poner en entredicho sus virtudes artísticas por el mero hecho de que se hayan visto perseguidos por la justicia, padezcan transtornos bipolares o les dé por tocar el piano con la entrepierna. Polanski -el único que queda vivo de los que he citado- sigue padeciendo esa persecución moral y acomplejada de los que reniegan de su arte por haber huido hace 34 años de Estados Unidos para eludir su responsabilidad ante la justicia por la comisión de un delito: abusar de una menor.
Nacido en Francia en 1933, emigró con sus padres a Polonia huyendo de los nazis antes del estallido de la guerra, cuando en realidad no hicieron sino meterse de lleno en la boca del lobo: su madre murió en un campo de concentración y él creció ligado a la tragedia diaria del gueto de Varsovia, donde estuvo a punto de perder la vida víctima de un asesinato frustrado. Ya consagrado como director en Europa, gracias a El cuchillo en el agua y Repulsión, dio el salto a Hollywood, donde, además de dirigir tres obras maestras -El baile de los vampiros, La semilla del diablo y Chinatown-, se vio sacudido por el asesinato de su mujer, la actriz Sharon Tate, y empezó a prodigarse en amistades peligrosas que culminaron en la fatídica acusación por abusos a una menor.
Polanski aprovechó un permiso para viajar al extranjero para huir de la justicia norteamericana y establecer su residencia en Francia, donde como ciudadano francés no podría ser extraditado y desde donde ha desarrollado toda su producción cinematográfica hasta nuestros días.
Obviamente no posee un currículum personal intachable, como muchas otras estrellas a las que adoramos, pero por encima de las causas judiciales siempre pesará mi primer recuerdo de Polanski y su intachable trayectoria como realizador, como autor. Y ese primer recuerdo permanece ligado al del torpe ayudante del profesor Ambrosius que recorre Transilvania en busca de vampiros y al de una película concebida como una parodia del cine de terror de los sesenta que constituye por sí misma una de las grandes comedias de la historia del cine y un magistral ejemplo de cómo aprovechar hasta el más inofensivo punto de partida de una historia para mostrar la habilidad de un narrador exquisiro -y sí, también he de reconocerlo, saber que no iba a poder disfrutar en ni una sola película más de aquella actriz tan hermosa y espléndida, Shaton Tate, porque había sido asesinada, fidelizó aún más mi predilección por aquel tipo bajito y torpe que había hecho una película tan divertida como terrorífica y, más aún, inolvidable-.
A sus 78 años, y después de la excelente El escritor, regresa a la dirección con la adaptación de una nueva obra teatral -ya lo hizo en la notable La muerte y la doncella-, Un dios salvaje, de la autora francesa Yasmine Reza, junto a la que ha escrito el guión, y apoyado en sus únicos y extraordinarios cuatro protagonistas: Kate Winslet, Jodie Foster, Christopher Waltz y John C. Reilly.
Su edad, y la estimable calidad de todas y cada una de las películas que ha dirigido a lo largo de las dos últimas décadas, lo convierten en un auténtico superviviente, en la misma línea de otros escasos veteranos, como Clint Eastwood, fieles a un compromiso autorial y a la veneración de un arte con el que contar historias.